Nota del editor: Esta publicación es la segunda en nuestra serie “COVID-19: Perspectivas desde el campo.” Lea aquí una introducción escrita por la organizadora de la serie Rebekah Ciribassi.
El sentido de crisis es algo que ya conocimos
La crisis de COVID 19 arribó en Bolivia justo después de las fiestas de carnaval. El Domingo 22 de Febrero, cofradías de bailarines vestidos en trajes vistosos bailaron a ritmos de salay, caporales, morenadas, y chacareras, realizando su entrada en las calles de Oruro, una ciudad minera que se conoce en Bolivia como el capital del folclore carnavalero. El día Martes que sucedió, Martes ch’alla, gente en todo el país se juntó para ch’allar sus casas en familia, quemando mesas tradicionales y salpicando cerveza en sus pisos para brindar la buena suerte para el año. Dos semanas después, se confirmó el primer caso de coronavirus en Bolivia, empezando una cascada de medidas cada vez más extremas que incluyeron el cierre de fronteras internacionales, toque de queda a partir de las 5 de la tarde, y finalmente una cuarentena total a nivel nacional que solo permite que una persona por familia salga para abastecerse, durante un par de horas, un día por semana, según el numero de su carnet de identificación nacional.
El dia de Martes ch’alla mis tías me llamaron para que fuera a ch’allar su casa, pero sentí dudas sobre si debería aceptar la invitación. Todas habíamos regresado con resfríos terribles de los paseos que habíamos tomado el fin de semana anterior. Según la palabra official, Bolivia aun quedaba libre de coronavirus, pero ninguna de nosotras albergábamos esperanzas de que el sistema de salud nacional contara con el material y capacidad necesitada para detectar el avance del contagio. En la ausencia de información para guiar nuestras decisiones, nos quedamos en un estado de incertidumbre viral.
Mientras todos nos preparábamos para enfrentar esa incertidumbre y aislamiento indefinido, mis amigos me pasaban mensajes de consuelo. Un amigo y interlocutor de hace años, Sebastián[1] me aseguró que somos capaces de superar cualquier crisis, viendo lo que acabamos de vivir hace unos meses en Octubre y Noviembre de 2019. El se refería a una crisis política que había agitado al país, empezando cuando hubo apariencia de irregularidades en las elecciones presidenciales de Octubre, generando duda sobre la victoria del presidente Evo Morales, un líder de izquierda quien alguna vez disfrutaba una popularidad aplastante, y en esas elecciones se encontraba buscando un controvertido cuarto mandato consecutivo. Las protestas que surgieron rápidamente fueron aprovechadas por la extrema derecha y movimientos juveniles de inspiración fascista, y Morales terminó obligado a abandonar al país, yéndose a México frente a la pérdida espectacular de control que sufrió su gobierno, algo que algunos consideran un golpe de estado.
Mientras la derecha agarró el poder del estado bajo la presidencia de una senadora anteriormente poco conocida, Jeanine Áñez, surgió un espasmo alarmante de violencia estatal. Líderes de las Fuerzas Armadas que rechazaban el uso de armas militares en contra de civiles para respaldar al decayente gobierno de Morales fueron reemplazados con otros que no tenían los mismos escrúpulos. La semana siguiente la ascensión de Áñez a la presidencia dejó por lo menos 31 civiles muertos, mientras las fuerzas de seguridad emperzaron una campaña de “pacificación,” protegidos de cualquier responsabilidad penal por una orden presidencial que les aseguraba la impunidad. Aunque el gobierno de Morales había sido justamente criticado por su postura poca amistosa hacia una prensa libre y crítica, el gobierno de Áñez ha reactivado leyes vigentes desde la época de la Guerra Fría para amenazar sus críticas y enemigos con denuncias de “sedición” y “terrorismo,” dejando la prensa Boliviana—que nunca fue una institución que ha disfrutado de la confianza del público—aún menos capaz de denunciar a los que ocupan el poder.
La llegada de la crisis de COVID se ha desplegado para muchos en Bolivia como una repetición de la crisis política. La amontonación ansiosa de alimentos por parte de los que tienen recursos para hacerlo, y el golpe duro causado por la interrupción de transporte y comercio informal para la gente que ya se encontraba en una situación precaria, ya son conocidas. También es conocida la militarización que estamos viviendo como sociedad, y las economías de culpa que circulan y acumulan en su estela. En los primeros días de la cuarentena nacional, los medios de comunicación circularon reportes culpando a las poblaciones de El Chapare y El Alto—conocidos como baluartes de fuerza electoral del partido político de Morales que sufrieron masacres a las manos de las fuerzas de seguridad en los días después de su renuncia—por no cumplir la cuarentena. En un ambiente de desconfianza generalizada y bastante justificada hacia la prensa institucional, las redes sociales como fuentes de información se expanden para llenar el vacío. En ese contexto, el intento de informarse terminó creando otro estado de incertidumbre viral. Además de las dudas sobre el futuro que genera el virus mismo, la información de la que uno depende muchas veces viene de contenido viral en redes sociales, y su confiabilidad es difícil o imposible de confirmar. Uno resulta obligado a adivinar para sí mismo la verdad entre una tormenta confusa de mensajes de WhatsApp en que un periodismo ciudadano de alto valor para público circula junto con decepciones deliberadas y accidentales.
Poniendo en orden la casa con firmeza: cuidado y autoridad entre cambio climático y COVID
El trabajo de tesis que vine a Cochabamba para desarrollar se basaba en una inquietud fundamental que sentía sobre la tensión entre el papel del estado en su función de cuidar el bienestar público, y su potencia de ejercer el esfuerzo coercitivo que yo observaba que surgía dentro de proyectos estatales para enfrentar la amenaza del cambio climático. Estuve en Cochabamba durante los últimos meses de 2015 cuando las lluvias que normalmente llenan los acuíferos y las presas de las que dependen tanto los pequeños agricultores como las ciudades, fallaron catastróficamente. En respuesta a la crisis—denominada oficialmente como crisis climática en el discurso del estado—el gobierno se dedicó a destinar aguas de espacios rurales a los sistemas urbanos de agua que eran notorios por su desigualdad de servicio, entregando cantidades exageradamente elevadas a barrios bien acomodados y conectados al poder político.
En particular, me llamaban la atención las maneras en que el papel del estado como fuente de cuidado hacia la población en cuanto a la provisión de agua fue intensificándose justo cuando empezaba a transfirir la responsabilidad de cuidar un futuro en que el impacto del cambio climático llevará a un futuro en el que la disponibilidad del agua dulce será cada vez menor—promocionándolo con el lema “cuidemos el agua”. Esta responsabilidad será transferida a las clases populares cuyas prácticas de manejar el agua se construían cada vez más como “desperdicios.” Entre ellas es la práctica de jugar con el agua durante los tiempos de carnaval en Cochabamba. Las fiestas de carnaval se han teorizado clásicamente como ritos de inversión, tiempos en que el orden social ordinario se suspende o vuelca. En Cochabamba, la mayoría sufre cortes y falta de agua en su vida cotidiana. Pero durante carnavales una familia que vigila su medidora de agua todo el año podría mandar sus hijos a jugar en la calle con baldes y globos llenos de agua, mientras la ciudad se convierte en el campo de batalla de una guerra de agua colectiva.
En Febrero del año pasado, estaba sentada con mi tía Rita en su mesa de cocina mientras ella recordaba con afecto como era carnaval en su adolescencia, un tiempo en que vecinos que tal vez apenas se hablaban se conocían mientras se mojaban con baldes y ollas en la torrentera que pasaba cerca de su casa, aprovechando esa abundancia que brinda la temporada de lluvias. Ella tanto como otros en Cochabamba ha sido obligada a dejar ese tipo de gasto “irracional” y convivencia popular en nombre del cuidado del agua. Además actualmente jugar con el agua es prohibido, y la policía realiza patrullas para aplicar esta ley. Mientras tanto, en los barrios bien apuntados de la zona norte de Cochabamba el negocio de inmuebles de lujo estaba en bonanza en estos años. Edificios altos, en los cuales las piscinas de natación son un atractivo cada vez más común, crecieron entre parques sombreados y bien regados.
El discurso del gobierno de Áñez formula su respuesta al coronavirus simultáneamente como un acto de guerra, y un acto de cuidado. El estado ha “militarizado”—un término sin un claro sentido legal o práctico—varias zonas especialmente afectadas por el coronavirus. Una lógica militarista define a las personas enfermas o en riesgo de enfermarse como enemigos del estado, mientras las Fuerzas Armadas se predisponen para combatir a los “irresponsables” e “infractores” a quienes se culpan de su propio contagio. Espectáculos de control sociomilitar se mezclan con espectáculos feminizados de cuidado, que se concentran en la persona de Áñez misma. En su declaración de la cuarentena nacional, suplicó, “como madre les pido, quédense en sus casas.” Una propaganda de la campaña de Áñez que se repite ad nauseam en las televisión la muestra entrando a una casa aparentemente destrozada, donde empieza a poner todo en orden, enderezando muebles volcados y arreglando con delicadeza las almohaditas ornamentales en el sofá. El 30 de Marzo, Áñez comentó a la prensa, “Nos toca poner orden con firmeza, así lo vamos a hacer.”
Reflejando sobre la respuesta militarizada al coronavirus, estoy de acuerdo con Catherine Lutz, quien ha advertido desde hace tiempo sobre la potencia antidemocrática que reside en la generalización de metáforas de guerra y militarización frente a los problemas sociales (Lutz 2001; 2002). La implosión del militarismo con el cuidado, y el reclutamiento del aparato represivo del estado en el trabajo sagradizado de salvar vidas por medio de la aplicación de la ley de cuarentena exige que consideremos el sentido múltiple de “cuidado” emergente en la coyuntura actual. Perspectivas de la teoría feminista contemporánea advierten que un concepto recibido del “cuidado” como una fuerza descomplicadamente benéfica es totalmente inadecuada (Puig de la Bellacasa 2017). Como otros estudios han demostrado, esfuerzos para cuidar a la población, aunque sean aparentemente benevolentes en sus intenciones, muchas veces son recibidas como represivas e indiferentes (Stevenson 2014)—aun más cuando el model de “cuidado” se construye en base a una métrica simple, o el imperativo biopolítico más básico que el cuerpo simplemente siga viviendo.
Durante el curso de mi trabajo en el tema de cambio climático, he llegado a considerar el cuidado como un objeto profundamente y necesariamente ambiguo, abarcando relaciones sociales que son benignas tanto como incipientemente autoritarias. Frente al militarismo del estado, activistas en Cochabamba están elaborando un proyecto para recuperar el cuidado como un recurso para construir una ética alternativa. Una declaración colectiva titulada “Queremos Cuidarnos, No Hacer Una Guerra: No Somos Nuestros Propios Enemigos” busca reimaginar las imperativas del cuidado social como una alternativa anti-autoritaria. A medida que pasa el tiempo, veremos si se puede transformar el desafío de la coyuntura actual, convirtiéndolo en una provocación hacia la solidaridad, compasión, y rechazo del impulso de culpar y castigar.
[1] Todos los nombres que aparecen en este texto son pseudónimos, menos los de personajes públicos
Edición en español por Alfredo Castil y Dr. Carlos Gonzalo Acevedo
Referencias
Lutz, Catherine. 2001. Homefront: A Military City and the American Twentieth Century. Boston, MA: Beacon Press.
Lutz, Catherine. 2002. “Making War at Home in the United States: Militarization and the Current Crisis.” American Anthropologist 104 (3):723-735.
Puig de la Bellacasa, Maria. 2017. Matters of Care: Speculative Ethics in More than Human Worlds. Minneapolis, MN: University of Minnesota Press.
Stevenson, Lisa. 2014. Life Beside Itself: Imagining Care in the Canadian Arctic. Berkeley, CA: University of California Press.