Con frecuencia, las personas que tienen abortos son consideradas como inherentemente vulnerables. Esta narrativa, cuando se repite sin matices, puede ser dañina para quienes buscan abortar, así como para la autonomía reproductiva en términos generales, ya que refuerza estereotipos negativos sobre el aborto y quienes lo buscan. El cambio de los paradigmas afectivos en torno al aborto ha sido una preocupación crucial para activistxs feministxs trabajando el tema a nivel mundial. De hecho, una dimensión clave de mi investigación doctoral sobre aborto farmacéutico, acceso a la salud y activismo feminista en Argentina trata sobre cómo y por qué los activismos feministas buscan desestabilizar la percepción social del aborto como un tipo de experiencia intrínsecamente trágica, vergonzosa, vulnerable, por mencionar algunos ejemplos. Durante el proceso de preparar mi recopilación de datos, me impresionó la discrepancia entre cómo lxs activistxs feministxs que acompañan abortos conceptualizan la agencia de personas (potencialmente) vulnerables que buscan un aborto y la perspectiva sobre esto del comité de ética de la investigación en mi universidad en el Reino Unido. Especialmente teniendo en cuenta mi propia posicionalidad como estudiante de doctorado no-argentina, esta observación me llevó a reflexionar sobre los desafíos de navegar esta discordancia al investigar sobre activismo feminista y aborto autogestionado. Con este fin, elaboro mis reflexiones mientras trato de equilibrar mi deber de cuidar a participantes potencialmente vulnerables con respecto a su agencia. Encontrar este equilibrio puede resultar especialmente complicado cuando las definiciones tanto del riesgo como de la práctica ética divergen entre los comités de ética, quienes adoptan—y hasta un punto tienen que adoptar—un abordaje universalista; y practicantes feministas teniendo una experticia contextualmente especifica en el tema, así como diferentes definiciones de lo que significa el cuidado. Esta divergencia es aún mas pertinente en el caso del aborto, una experiencia impregnada de suposiciones basadas en discursos sociales y políticos moralizados y medicalizados. A lo largo de mi proceso de investigación, he entendido el rechazo de la reproducción de tales discursos paternalistas como componente esencial de la investigación ética, junto a atender posibles vulnerabilidades.
Llegué a reflexionar sobre estas dinámicas a lo largo de mi investigación doctoral sobre el aborto autogestionado y las prácticas activistas y epistémicas feministas en Argentina. El activismo que facilita y acompaña el aborto seguro y autogestionado mediante el uso de farmacéuticos abortivos tiene una larga historia en América Latina. De hecho, fueron activistas feministas brasileñas las primeras en descubrir los efectos secundarios abortivos del misoprostol, un farmacéutico que hoy se utiliza rutinariamente para la interrupción del embarazo en todo el mundo, en la década de 1980 y desarrollaron un protocolo para su uso seguro y eficaz (De Zordo, 2016). En Argentina, colectivas feministas que comparten información sobre el aborto farmacéutico y autogestionado han estado activas desde al menos 2009, cuando la colectiva Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto comenzó a operar una línea telefónica (Drovetta, 2015) y poco después, publicó un manual titulado “Todo lo que querés saber sobre cómo hacerse un aborto con pastillas” (2010). En 2012, Socorristas en Red, una red nacional de acompañantes de aborto, se formó con miembros de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, proveyendo no sólo información, sino también apoyo a lo largo de la trayectoria del aborto de las personas (Vacarezza, 2023). Para 2015, Socorristas en Red se había vuelto la red de acompañantes más prominente del país (McReynolds-Pérez, 2017).
En el corazón de su activismo ha estado la organización de reuniones grupales con personas buscando un aborto. Durante las reuniones, lxs activistxs comparten toda la información que se necesita para realizar un aborto seguro, autogestionado y acompañado por las feministas fuera del sistema de salud (Zurbriggen et al., 2017). Este acompañamiento del aborto constituye una forma de salud comunitaria feminista (Keefe-Oates, 2021) que ha mantenido su importancia tras la legalización del aborto en 2020, la cual permite el aborto sin causales, incluidos los procedimientos autogestionados, hasta la semana 14 de gestación. Esta práctica del cuidado (de la salud) está informada por una serie de convicciones feministas. Más relevante, el aborto no se considera como momento inherentemente vulnerable y lxs activistxs postulan que hay fuerza en compartir y experimentar el aborto de manera colectiva. Esto no es negar la precaria situación en la que se pueden encontrar las personas que buscan abortar, más bien es reconocer que la vulnerabilidad surge de la estigmatización social y estructural, no de la experiencia del aborto en sí. Asimismo, antes de la legalización, lxs activistxs ubicaban el riesgo del aborto autogestionado no en la práctica misma, sino que “insisten en contextualizar los riesgos técnicos del misoprostol dentro de la situación social del aborto ilegal” (McReynolds-Pérez, 2014: 163). De hecho, la infantilización de las personas embarazadas y la negación de su agencia contribuyen significativamente a mantener estructuras sociales y políticas estigmatizantes que inhiben la autonomía reproductiva. En oposición a esto, grupos activistas como Socorristas en Red afirman que la persona que desea interrumpir su embarazo tiene la capacidad de tomar sus propias decisiones informadas.
Además, es importante destacar que, en un contexto en el que el aborto es legal, elegir un aborto acompañado por Socorristas en Red significa la elección de una experiencia particular del aborto, una que es feminista, colectiva y opuesta al silencio y estigma que lo rodea. Esta forma de entender el aborto contrasta fuertemente con la manera en que se suele conceptualizar el aborto en el discurso médico y político, así como en la cultura popular: como una experiencia privada y necesariamente difícil supervisada por un médico. Así que cuando yo, tras la invitación de lxs miembros de un grupo activista que acompaña abortos para asistir a algunas de sus reuniones con personas que quieren abortar, solicité la aprobación de mi comité de ética para observar estos encuentros, me sorprendió parcialmente la comprensión tan variada del aborto y la noción de vulnerabilidad que sustentaba la respuesta del comité. En contraposición con los esfuerzos feministas por la normalización del aborto como un evento obstétrico más, esta visión reflejaba una percepción del aborto como una experiencia siempre lamentable y emocionalmente desafiante.
Probablemente exacerbados por la revocación del caso Roe v. Wade en los Estados Unidos unos meses antes de mi solicitud al comité de ética, sus comentarios y peticiones de aclaración mostraban un fuerte enfoque en la penalización y una suposición subyacente de que ser conocido por estar “involucrado en” el aborto era inherentemente riesgoso. Esta perspectiva pone en primer plano los acontecimientos en el Norte Global, donde el derecho al aborto se ha visto amenazado no sólo en Estados Unidos, sino también en Polonia y, más recientemente, en el Reino Unido. Aplicar estas discusiones a América Latina, donde la política vinculada al aborto se ha desarrollado de manera muy diferente, presupone que el aumento de modos particulares de criminalización—por ejemplo, la creciente vigilancia de la autogestión—es aplicable universalmente, y refuerza las concepciones paternalistas de las personas que buscan abortar como un grupo con capacidad limitada para tomar decisiones autodeterminadas. Ignora las historias particulares de los esfuerzos de activistxs feministxs por cambiar las percepciones sociales del aborto—por más de treinta año en el caso de Argentina—así como las recientes victorias legislativas en Ecuador, México, Argentina y Colombia (Vacarezza, 2023). Esto refleja un abordaje común de la salud sexual y reproductiva, que asume que las mujeres y otras personas con capacidad de gestar son incapaces de hacerse cargo de y vivir vidas (sexuales y reproductivas) autónomas. Ejemplos de ello incluyen mujeres a las que se niega la ligadura de trompas, a veces por no tener el consentimiento de su pareja o simplemente por ser demasiado jóvenes, así como tener consultas y periodos de reflexión obligatorios por ley antes de poder abortar a través del sistema de salud.
Dentro de la ética de la investigación, la vulnerabilidad se puede definir como estar “especialmente propenso al daño o la explotación” (Lange et al., 2013: 333). Sin embargo, los autores también destacan que se trata de un concepto difícil de definir que a menudo se escapa de la claridad definitoria. En cambio, es necesario entender la vulnerabilidad como especifica al contexto y dependiente de diversos factores. Esto significa que existe una tensión entre el reconocimiento de las vulnerabilidades estructurales y las experiencias individuales. En el caso del aborto, especialmente el que tiene lugar fuera de las instituciones sancionadas por el Estado, la generalización de las experiencias de las personas que buscan un aborto es especialmente problemática, ya que los propios prejuicios de los comités de ética pueden impactar en cómo se percibe o define este grupo demográfico en primer lugar. La excepcionalidad del aborto describe la idea que el aborto requiere “un escrutinio […] más intenso […] porque se percibe como algo tan controversial y políticamente sensible” (Smyth, 2023: 8), que tomo prestada de Smyth desde su aplicación al derecho internacional. Proporciona un marco útil para entender que la suposición de que la capacidad de las mujeres para dar su consentimiento informado se ve automáticamente reducida por la situación supuestamente necesariamente angustiosa del aborto reifica las narrativas de género en relación a la agencia y la vulnerabilidad. A su vez, priva de su agencia todas las personas que puedan embarazarse.
Una forma más propicia de pensar en la vulnerabilidad y la agencia puede ser un modelo interseccional de vulnerabilidades estructurales como lo que plantea Khirikoekkong y colaboradores (2020). Este modelo atiende a las vulnerabilidades políticas, económicas, sociales y de salud. Los resultados de su estudio sobre las mujeres migrantes en la frontera entre Tailandia y Myanmar ponen de relieve que, a pesar de estar sujetas a vulnerabilidades complejas, estas mujeres siguen ejerciendo su agencia tanto en su vida cotidiana como a la hora de decidir si quieren participar o no en un proyecto de investigación. En el caso de las personas que quieren abortar en Argentina, los factores contextuales relevantes a tener en cuenta incluyen que las posibles participantes en la investigación a menudo ya tienen que resolver una serie de desafíos administrativos y, a veces, emocionales: ¿cómo consigo tiempo libre en el trabajo? ¿Quién puede cuidar mis hijos mientras aborto? ¿Dónde encuentro un lugar tranquilo para hacerlo? Lxs activistxs que entrevisté me contaron que, para asistir al taller, las participantes usualmente tenían que viajar distancias considerables y participantes con niños pequeños muchas veces tenían alguien para cuidarles por un tiempo limitado. Por eso, al hablar de mi posible asistencia a esos talleres, lxs activistxs me aconsejaron que la forma más adecuada de obtener el consentimiento informado sería pedir un consentimiento verbal de los participantes después de presentarme brevemente, explicando mi proyecto de investigación y el posible papel de los asistentes en él y subrayando que abandonaría el taller en el caso de que alguien se sintiese incómoda con mi presencia. Esto permitiría a las asistentes mantener un cierto grado de anonimato hacia mí y reduciría al mínimo el tiempo y el espacio que les ocuparía mi investigación en un momento de sus vidas a menudo ya estresante. Esto, por supuesto, entra en conflicto con muchos de los procedimientos de consentimiento preferidos por los comités de ética académicos, incluyendo varios días de reflexión antes de decidir si participar o no, así como la preferencia por el consentimiento escrito en forma de formularios de consentimiento firmados.
Dado que estoy llevando a cabo un proyecto de investigación sobre la producción de conocimiento y experticia feminista, me resultó importante interactuar con lxs activistxs feministxs como autoras de conocimiento experto no sólo teóricamente, sino también en términos prácticos. Esto, para mí, igualmente implica confiar en su experiencia y experticia a la hora de juzgar cómo adecuadamente obtener el consentimiento de las participantes. Mis reflexiones no pretenden en absoluto ser un argumento en contra de la salvaguardia de lxs participantes en la investigación. Las personas que participan en proyectos de investigación corren el riesgo de sufrir daño real y significativo, y no pretendo negar ese riesgo. Más bien, intento poner de relieve que, en algunos casos, definiciones de lo que significa esto para los comités de ética y las expertas feministas divergen. Cuando lxs activistxs me invitaban a asistir a los talleres, un criterio clave para ellas era garantizar el anonimato de lxs participantes, implicando que yo asistiría sin recoger ningún dato identificable. Aunque lxs activistxs feministxs llevan mucho tiempo trabajando por lo que se ha llamado “despenalización social del aborto” (Gutiérrez en Vacarezza, 2023: 315)—la ruptura del estigma y el silencio—también reconocen que, en el actual clima sociopolítico, proteger el anonimato de las personas que abortan es una parte importante de su deber de cuidado hacia ellas. Sin embargo, esto es directamente opuesto a la idea de un formulario de consentimiento firmado como el “estándar de oro” del consentimiento informado. Si bien al final se acordó que podía obtener el consentimiento oral, este desacuerdo sobre la mejor práctica me lleva a plantearme cuestiones más amplias: ¿quién suponemos que necesita ser cuidadx y quién está en posición de salvaguardar a quién, y de quién? ¿Quién tiene autoridad para determinarlo?
Como investigadora feminista, a veces me ha resultado difícil navegar por el complejo nexo entre agencia y vulnerabilidad. En última instancia, para mí, hacer investigación feminista significa centrar las circunstancias particulares de mi lugar de investigación y poner en primer plano las voces de quienes derivan su experticia de su vida y su trabajo a la hora de determinar los enfoques metodológicos, éticos y conceptuales. Atender éticamente a mi investigación significa desnaturalizar los desequilibrios de poder entre las instituciones del Norte Global y grupos activistas del Sur Global que encuadran las condiciones de esta investigación y poner un énfasis distinto, por ejemplo, acreditando experticia en aquellxs que se basan en sus prácticas activistas y profesionales, en lugar de basarse en títulos académicos e institucionales. Especialmente al navegar por el desequilibrio de poder entre las instituciones del Norte Global y los grupos activistas del Sur Global como estudiante de doctorado del Norte Global, es necesario cuestionar las suposiciones subyacentes que informan las decisiones de los comités de ética de la investigación y seguir preguntándose a quién pretenden proteger sus directrices en última instancia. Hay una necesidad y margen para cambios en la ética institucional de la investigación, pero mi fe en esos cambios es limitada. Por el momento, es mí responsabilidad como investigadora feminista tener en cuenta y responder éticamente a la contingencia inherente de la vulnerabilidad y de nuestra forma de entenderla, así como las maneras de comprenderla de lxs participantes en la investigación y la de los comités de ética.
Esta publicación fue curada por Contributing Editor Kim Fernandes.
Bibliografía
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