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La militarización de la vida durante la guerra, el “posconflicto” y la pandemia de COVID-19

Experiencias superpuestas de confinamiento

Como muchas personas en la ruralidad colombiana, Nairys[1] es una campesina para quien la experiencia de confinamiento ha significado una alteración dramática de su vida cotidiana. Al ver restringida su movilidad, Nayris ha tenido dificultad para acceder al agua y a cultivos de pancoger, así como para comprar medicinas, alimentos y otros suministros básicos. Como mujer, la orden de confinamiento también ha significado que sus labores de cuidado se han incrementado e intensificado, pues las responsabilidades de alimentar y atender a los miembros de su familia recaen principalmente sobre ella. Asimismo, permanecer en su casa ha implicado estar permanentemente bajo el mismo techo con su pareja, lo que ha expuesto a Nayris a más posibilidades de ser maltratada y abusada por él, sobre todo a medida que aumentan las presiones para subsistir.

Cualquiera pensaría que las dificultades a las que se enfrenta Nairys son consecuencia de las medidas recientemente adoptadas por el gobierno nacional en respuesta a la pandemia de COVID-19. Pero ese no es el caso. Los grupos paramilitares que han operado como autoridades en zonas rurales de Colombia como Chimborazo, en el Caribe colombiano, donde Nairys y su comunidad fueron sometidas a confinamiento entre 1999 y 2000, impusieron un orden violento en el que todo tipo de restricciones funcionaron como mecanismos eficaces de despojo. Su historia es solo una de tantas similares que abundan en la Colombia rural y que persisten a pesar de la firma del acuerdo de paz entre el gobierno y la extinta guerrilla de las FARC en noviembre de 2016.

El campo colombiano tiene una larga historia de confinamiento forzado a través de mecanismos militares, violencia sexual y bloqueos de diferente índole. En ese contexto, ganarse la vida y acceder a alimentos, medicinas y atención sanitaria son tareas que se desarrollan con dificultad en medio de la violencia y los regímenes autoritarios. Por ello, las circunstancias creadas por las políticas actuales en relación con la pandemia no le son ajenas a muchas personas y comunidades que han vivido la guerra a lo largo de varias décadas. Ese también es el escenario al que se enfrentan personas en países como Palestina, Vietnam y otros. Es, asimismo, la cruda realidad que históricamente le ha sido impuesta a millones de personas en todo el mundo mediante cárceles, campos de detención, muros, medidas policiales, entre otros medios considerados legales.

A la luz de la situación que se vive actualmente en Colombia, en este texto buscamos analizar la continuidad y la fluidez de prácticas y discursos de militarización que atraviesan los contextos de la guerra, el posconflicto y la pandemia actual. La militarización aparece como una tecnología de gobierno fácilmente reciclada y re-desplegada por el estado (así como por los grupos armados ilegales) en lugares donde el conflicto armado se ha convertido en un aspecto ordinario de la vida cotidiana. Sostenemos que es precisamente en contextos que coexisten con un pasado y un presente desgarrados por la guerra donde el uso de la militarización —esta vez en nombre de la salud colectiva— se torna aún más peligroso y hostil.

La (para)militarización de la vida

Man wearing an army uniform, white gloves and a band on his arm, cleaning a flag pole.

Miembro del ejército colombiano con un brazalete que indica su formación y labor especializada en la atención sanitaria del personal castrense. Foto de Lina Pinto García.

Los discursos y las prácticas de guerra se han hecho rápidamente visibles en medio de la actual emergencia sanitaria. En lugares como Colombia, es inquietante observar la agilidad con la que el estado ha adoptado la militarización de la salud pública. Más perturbador aun es ver la facilidad con la que muchos ciudadanos aceptan y a menudo exigen esta forma de control en respuesta a la pandemia de COVID-19. Como Cynthia Enloe, Catherine Lutz, Neta C. Crawford y otras/os, nosotras también somos conscientes de los peligros que implica usar la “guerra” como recurso metafórico para dar sentido a las acciones y a la mentalidad necesarias en la situación actual. Pero nos preocupa todavía más las maneras en que la metáfora bélica está claramente ligada a la realidad concreta de aquellas personas cuyos cuerpos, itinerarios cotidianos y espacios están siendo controlados mediante el uso de la violencia estatal (o aquella ejercida con su connivencia), especialmente ante emergencias y desastres “naturales”. Varias de las imágenes que circulan actualmente en los medios colombianos nos recuerdan aquellas que se produjeron durante las fumigaciones con Naled en Puerto Rico en medio de la epidemia de Zika o el despliegue de tropas militares como primera línea de respuesta frente a los estragos del huracán Katrina en Nueva Orleans.

Mientras escribimos esto, helicópteros de la policía sobrevuelan Bogotá y llenan la noche de un murmullo inquietante. En Cota, un pueblo cercano a Bogotá, soldados hablan desde altavoces instalados en helicópteros del ejército y le hacen saber a la gente que son ellos quienes velan por nuestro bienestar. “El ejército nacional nos cuida a todos. Patria, honor y libertad. Quédense en casa”. Más allá de este recordatorio poco sutil de un poderoso régimen de vigilancia y represión militarizada en acción, para muchas personas en Colombia el aislamiento físico equivale a mayor criminalización; permisos oficiales para salir a comprar alimentos de acuerdo con los números de identificación; toques de queda 24/7 para niños y población mayor de 70 años; y bloqueos de carreteras. Miradas sospechosas entre vecinos del tipo “si ves algo, di algo” parecen haberse instalado rápidamente. Mientras se denuncia casi a diario sobre el asesinato sistemático de líderes sociales y ex combatientes de la guerrilla, la movilización del miedo al contagio ha generado un clima de vigilancia malsano en diferentes pueblos y ciudades.

El miércoles pasado nos despertamos con la noticia de que nueve municipios de Cundinamarca (el departamento al que pertenece Bogotá) fueron militarizados para evitar la propagación de la pandemia del coronavirus. Argumentando que algunas personas estaban incumpliendo las normas de cuarentena por falta de conciencia frente a a situación, el gobernador de Cundinamarca, Nicolás García, presentó la medida como una forma de hacer entender a la población “que esto no es un juego”. Anticipándose a algunas críticas, no escatimó en el uso de eufemismos. “No es militarización, es acompañamiento del ejército”, dijo a los medios. Del mismo modo, las autoridades estatales de otras ciudades y municipios también militarizaron las calles. Este es el caso de Barrancabermeja, Ibagué, Jamundí, Pasto, Popayán, Riohacha, Tunja y Duitama, así como de municipios fronterizos como Cúcuta, Villa del Rosario y Tumaco.

Aunque el despliegue de las tropas del ejército no se ha producido en Bogotá, ya se han denunciado detenciones arbitrarias y un uso desproporcionado de la fuerza por parte de la policía. El jueves pasado, el concejal Diego Cancino emitió un comunicado denunciando que “la policía está abusando de la situación de cuarentena y comete graves violaciones a los derechos humanos”. Se refirió a denuncias de violencia sexual realizadas por mujeres en Bogotá y, en particular, mencionó el caso de una mujer que, mientras paseaba a su mascota, fue abordada por policías y llevada a un Comando de Atención Inmediata (CAI). Allí, miembros de la policía la encerraron, robaron, extorsionaron, golpearon, manosearon y desnudaron.

Si estos escenarios parecen extremos y cargados de violencia —y probablemente demasiado ajenos para quienes leen esta entrada de blog desde lugares donde las medidas sanitarias aún permiten caminatas familiares y que las/os niñas/os salgan a los parques— la presencia de individuos armados y uniformados actuando de forma autoritaria es peor para personas en zonas dispersas y remotas de Colombia. Hace una semana, una asociación de varias comunidades indígenas del Chocó (un estado del noroeste de Colombia) denunció públicamente que están sufriendo un doble confinamiento: el de COVID-19 y el de los grupos armados. Enfrentamientos entre paramilitares y guerrilleros están poniendo en peligro la vida de 612 personas en Bojayá, un municipio con una trágica historia de sufrimiento vinculada al conflicto armado.

El confinamiento asociado a la pandemia ha venido a reforzar esas dinámicas que la gente de Bojayá ha experimentado durante bastante tiempo. Las comunidades afectadas no están exigiendo la presencia militarizada del estado para hacer frente a ninguno de los dos confinamientos, sino intervenciones capaces de garantizar los derechos fundamentales a la paz, la vida, la alimentación y la salud. En países altamente desiguales como Colombia, eventos como la pandemia COVID-19 demuestran, de manera cruel, que es prácticamente imposible producir salud sin buscar simultáneamente la paz, el respeto a la vida y asegurar condiciones materiales que permitan a todas/os dar cumplimiento a medidas confinamiento. Como respuesta a una crisis de salud pública, la militarización se convierte en un recordatorio de que esta es la manera en la que el estado tiende a responder a casi todos los eventos críticos en Colombia tanto en tiempos de guerra como de “paz”. Así también lo demostró la respuesta estatal frente al paro nacional y a las protestas masivas de finales de 2019.

Painting of a person strapped into a gurney to be airlifted from a forest. Two soldiers stand on either side.

Pintura que decora una de las paredes de la Dirección de Sanidad Militar (DISAN) en Bogotá. Foto de Lina Pinto García.

“Resguardadas/os”

La presunción de que el lugar de residencia es a la vez un refugio también es problemática. A medida que la pandemia ha desvelado las enormes desigualdades que sostienen la acumulación de capital en países profundamente desiguales como Colombia, habitantes de la calle, poblaciones que habitan viviendas inadecuadas y personas que dependen en el día a día de trabajos informales se enfrentan a múltiples obstáculos para subsistir. Al mismo tiempo, las medidas policiales se han dirigido de manera más marcada sobre estas poblaciones por la dificultad que tienen para resguardarse.

Esta presunción también contrasta con la realidad de personas privadas de la libertad en centros penitenciarios. Uno de los acontecimientos más devastadores y trágicos en el contexto de la pandemia tuvo lugar en varias prisiones del país, donde el confinamiento crea condiciones favorables para un rápido contagio. El 21 de marzo de 2020, la población carcelaria inició varias protestas para demandar medidas eficaces de contención y prevención contra la propagación del coronavirus, especialmente teniendo en cuenta que el hacinamiento en las cárceles está por encima del 53%. Exigieron el establecimiento de medidas excepcionales para la liberación temporal de mujeres embarazadas y lactantes, personas sindicadas y mayores de 60 años. Los guardias a cargo de la vigilancia utilizaron armas letales y su respuesta estuvo marcada por la violación de derechos. Como consecuencia, 23 reclusos fueron asesinados y 83 reclusos y 7 guardias resultaron heridos. Restándole importancia a las demandas legítimas de la población carcelaria y a la necesidad de una reforma radical a la política penal y penitenciaria que ha estado pendiente por décadas, las autoridades nacionales rechazaron la protesta como un intento de fuga, legitimando así la masacre. Ese día, el Ministerio de Salud confirmó 210 casos de COVID-19 y la primera muerte por esta causa en el país. Los 23 presos asesinados no formaron parte de las estadísticas epidemiológicas de la pandemia, pero sí de su realidad social.

Por último, como ha insistido el movimiento feminista durante mucho tiempo, el espacio doméstico no es un lugar seguro para mujeres, niñas/os, adultos mayores y personas LGBTQ, para quienes practicar el distanciamiento social y el autoaislamiento a menudo implica encerrarse con sus abusadores. No sólo la carga del trabajo de cuidado recae con mayor peso sobre las mujeres, sino que la violencia de género ha aumentado durante el confinamiento, incluido el feminicidio. En otras palabras, estar “refugiada/o en casa” es particularmente dramático para personas cuya casa es todo excepto un refugio. Replicando un patrón reconocido a nivel mundial, una línea telefónica establecida por el estado colombiano para asesorar a mujeres víctimas de violencia doméstica ha recibido un 91% más de llamadas que las recibidas en el mismo período en 2019, lo que representa un aumento del 79% desde que comenzó el confinamiento.

¿Qué nos depara el futuro?

Los sucesos que hemos mencionado muestran cómo las dinámicas heredadas de la guerra, su continuidad luego de la firma de los acuerdos de paz, y las formaciones estatales en el contexto de la pandemia se superponen unas con otras. Las formas concomitantes de violencia que hemos destacado hablan de la plasticidad de la militarización en contextos de guerra y de las maneras en que esta estrategia se ve fortalecida en nombre de la salud y de la seguridad.

¿A qué peligros nos estamos enfrentando cuando vemos la militarización como la forma normal, si no adecuada, de abordar los problemas que afectan a la sociedad en su conjunto? ¿Cuáles son las consecuencias de utilizar las fuerzas armadas para responder a una emergencia de salud pública en un país que, se supone, está tratando de implementar un acuerdo de paz para superar décadas de conflicto armado y social? ¿Vamos a dejar que nuestra historia de violencia y presencia estatal militarizada se repita una vez más, esta vez en nombre de la salud colectiva? ¿No es esta precisamente una oportunidad para aprender una lección sin precedentes y desafiar lo que hemos llegado a normalizar, actuando bajo los principios del cuidado y la justicia social? ¿Qué diferencia supondría a corto y largo plazo si resolvieramos manejar la pandemia de COVID-19 por la vía de la compasión radical y no de la militarización?


Las autoras agradecen a Andrés León Araya por sus comentarios y sugerencias a una versión previa.

[1] Pseudónimo

3 Comments

  • Maria Emma Wills says:

    Estimadas colegas,
    Está muy bien señalar los abusos de la fuerza, la militarización de la vida cotidiana y la violencia desplegadas en el hogar durante esta pandemia. Pero quisiera ver alternativas imaginativas propuestas en el artículo. ¿Cómo hacer frente a la pandemia apelando a otros recursos y resortes más democráticos?

    • Diana Ojeda says:

      Gracias, María Emma, por leernos y por tu pregunta. Es súper relevante pensarnos esos otros futuros, sobre todo porque pensamos que una de las peores cosas que podría pasar sería volver a lo que había antes. Si no hay atrás, ¿cómo entonces contruir un más allá de todo esto?

      Yo diría que ese futuro debe ser decididamente antimilitarista y feminista. Un futuro donde, por ejemplo, no existan las cárceles y donde la familia patriarcal no se piense como el centro de la sociedad. Un futuro donde se valore el cuidado, que ya nos dimos cuenta que es lo único que importa, y que desde allí estalle esta idea absurda de pensar la seguridad como hombres con armas.

      Lina, ¿tú cómo lo ves?

  • Wilson Díaz says:

    Estimadas Colegas

    Sus conceptos son errados en este articulo, nocivos, mal intencionados y polítacamente erronea, pues sobre la gravedad por la que está viviendo el mundo es altamente compleja. por favor leer este articulo para su ilustración.

    https://elpais.com/espana/2020-03-16/la-ume-amplia-su-despliegue-contra-la-pandemia-a-13-provincias-y-1100-efectivos.html

    La Unidad Militar de Emergencias (UME) ha ampliado este lunes a 1.100 efectivos en 13 provincias su despliegue contra el coronavirus, desde los 350 efectivos en siete provincias que empezaron el domingo. Esta actuación forma parte de la llamada Operación Balmis (en homenaje a la expedición que a principios del siglo XIX llevó la vacuna de la viruela a los territorios del imperio español), que coordina la cooperación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la pandemia.

    16-03-20. (DVD 992). Varios pasajeros usan la linea 6 de Metro en Madrid usando mascarillas a causa del coronavirus.
    Jaime Villanueva
    España en cuarentena por el coronavirus, en imágenes
    La misión de la UME consiste en realizar patrullas de reconocimiento en infraestructuras críticas y lugares donde puedan producirse aglomeraciones (estaciones de tren y autobús, aeropuertos, hospitales) y exista mayor riesgo de contagio. Los militares, equipados con trajes especiales, realizan además tareas de desinfección en zonas donde se tiene noticia de que ha estado alguna persona que ha dado positivo al virus. También informan a los viandantes de la prohibición de circular por espacios públicos salvo en casos tasados.

    Pero me acojo a la dicho por la Doctora Maria Emma Wills, cual es la solución o soluciones para evitar tanta tragedia, para su conocimiento estamos sobre diagnosticados, lo relatado ya lo sabe todo el mundo.. en estos momentos se necesita más innovación y creatividad…

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